No tengo que ir a alcohólicos anónimos
para saber que un día es excesivo.
La vida me devuelve demasiado tarde,
con los ojos tan sin brillo,
que ya no me diría hijo de Bukowski
o nieto de Kerouac.
El diario inconstante de mi vida,
entre chinchorros e infortunios,
mujeres hermosas a las que mi falta
de aliño,
trabajo y sobriedad,
les provoca
más inapetencia que rechazo,
sus páginas empiezan a mezclarse
con las páginas de tantos:
amigos o enemigos.
A veces, siento que me roban las palabras,
es como si asaltaran mi banco de esperma
y que todo ese semen
encontrara por fin tierra;
entonces,
es como si mis hijos
empezaran
a pasar por mi lado
y que intentando
disimular que son míos, sus mamás,
los vistieran con uniformes militares,
trajes de bombero, incluso, habrá alguno
con uniforme del Barça o el Real,
pero,
cuando miro sus ojos,
yo sé que en él está mi semilla.
Así siento en el bar o en la casa de cultura
donde suelo leer.
Es como si de pronto,
todos llevaran mi sello,
una especie de sabor a tierra en el vino...
una especie de herencia que se dilapidó
antes de efectuar la misa novenario.
Esta certeza de que mi poesía
es mejor que cualquiera otra que pudiera leer,
entonces, ¿para qué leer más?
Sé que mis amigos escriben bien,
estoy seguro de que mis enemigos lo hacen mal
y me he leído ya, a los pocos viejos
que se pueden respetar.
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