viernes, 30 de julio de 2010
Eunice
La niña abrió sus ojos, una vez más, tras ocho horas de sueño. Le esperaba la rutina: levantarse, tomar el desayuno, bañarse, vestirse y salir para la escuela. En la escuela, lo mismo, presentar tareas, realizar ejercicios en clase, salir al recreo para jugar con sus compañeras (a esa edad la división es tajante) y luego, regresar: cambiarse el uniforme, almorzar, ver televisión o jugar un poco, antes de sentarse a hacer las tareas para el día siguiente.
Aunque muy joven, Eunice, era una niña bastante analítica y ya esa sensación de continuidad le parecía aterradora. Algunos niños (quizás con más imaginación) le temen a los monstruos, a los fantasmas, pero ella temía que con el pasar de los años, la vida siguiera siendo eso: una rutina.
Sus padres, dos adultos jóvenes, no querían ni escuchar cuando ella les hacía esas preguntas, que ellos mismos jamás se habrían formulado, cosas que no quisieron preguntarse nunca y que al oírlas de labios de una niña (de su propia hija) los paralizaba. Ellos le temían, le temían porque ella representaba todo lo que quisieron evitar, si hubieran sido sinceros a sus preguntas más devastadoras debieron responder: “No ves Eunice que no somos los indicados para resolver tus inquietudes, no te das cuenta amor, que decidimos casarnos, tenerte a vos para no tener que pasar el resto de la vida preguntándonos ¿cuál es el propósito de nuestra existencia? No ves que trabajamos y seguimos una rutina sin protestar, porque damos por aceptado el plan perfecto de Dios (y su existencia). No nos cuestiones, no servirá de nada”. Sin embargo, la respuesta era más bien una evasiva del tipo: “Eunice, mi amor, a tatica Dios no le gusta que los niños pregunten esas cosas”, “Mi amor existes para hacer más feliz la vida de papito y mamita”.
Ya Eunice fue entendiendo, que no hallaría en sus padres las respuestas que buscaba y que ese señor Dios (del que tanto hablaban) era muy difícil de encontrar, pues se resistía a ser localizado y eso de que estuviera dentro de ella, le resultaba una aseveración demasiado narcisista, como para aceptarla. Eunice seguía sin entender cómo es que todos (sus padres, sus maestros, sus compañeritos, sus abuelos, etc.) se conformaban con tan poco, sobre todo, con tan pocas respuestas, lo que no entendía, es que aquellos que la rodeaban no tenían el valor de preguntarse para qué estaban aquí, sin caer en una crisis nerviosa, no tenían la entereza de ánimo para aceptar que la razón no existe y decidían, simplemente, aferrarse a la fe, al fútbol, a la maternidad o paternidad, al trabajo, al sexo, a las drogas, en fin, a cualquier mentira que les hiciera pensar que existía una razón importante para dar gracias a Dios por existir.
Ella, fue creciendo sin entender porque había que agradecer a Dios el regalo de la vida, un regalo que, en todo caso no puede rechazarse es, después de todo, ¿un regalo? Le parecía demasiado impositivo para pensar que la existencia fuera un obsequio, era extraño para ella, que aún en condiciones tan desfavorables, los adultos tuvieran tanto apego por la vida, quizá, cuando crezca pueda entenderlo, se decía todos los días.
Entre rutina y rutina, pasó la escuela, un respiro para iniciar una nueva rutina que se prolongaría (al menos) por cinco años. Sus padres, ahora eran adultos menos jóvenes, pero tampoco ahora tenían el menor deseo de escuchar alguna de sus preguntas (cuando no los hacía llorar, los hacía pensar y no sabían qué era peor). El primer día, comprendió que tampoco allí encontraría respuesta a muchas de las preguntas que tenía atoradas en su cabeza desde hacía tiempo, aunque Eunice era una excelente estudiante, no era, a decir verdad, competitiva, no le interesaba (como es de esperar) tener mejores calificaciones que sus compañeros, estudiaba por el placer que le producía conocer, saber y , además, le interesaba que sus padres no la castigaran con lo que a ella le provocaba tanta atracción: la pintura.
Sumergida en ese mundo abstracto que existe sólo entre el color y el pincel, se sentía libre de ese peso (terrible) de existir, su cabeza dejaba de cuestionar el sentido de la vida, del universo, para cuestionar (técnicamente) qué posibilidad tenía de exponer su percepción de este universo, con qué colores y trazos, lograría (si es que lo lograba) plasmar esa sensación de vacío, de incertidumbre, de sin sentido, que siempre le había provocado la existencia. Así, entre tanto color, entre las formas que iba creando con el lápiz se olvidaba de la vida, se olvidaba de su peso, de ese extraño dolor que le producía saberse condenada.
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